NUEVA YORK.- En mis 22 años como profesor en la Universidad de Harvard, nunca tuve miedo de morder la mano del que me da de comer. En mi ensayo de 2014 “El problema de Harvard” reclamaba una política de admisiones transparente y meritocrática que reemplazara el actual oscurantismo. Mi “plan de cinco puntos para salvar a Harvard de sí misma” de 2023 exhortaba a la universidad a comprometerse con la libertad de expresión, la neutralidad institucional, la no-violencia, la diversidad de puntos de vista y el desempoderamiento de las políticas de diversidad, igualdad e inclusión.
El otoño pasado, en el aniversario del 7 de octubre de 2023, expliqué “cómo me gustaría que Harvard le enseñe a los estudiantes a hablar sobre Israel”, instando a la universidad a enseñarles a nuestros estudiantes a enfrentar y manejar las complejidades morales e históricas del caso.
Hace dos años, cofundé el Consejo de Libertad Académica de Harvard, que desde entonces ha cuestionado regularmente las políticas de la universidad y ha presionado para que se modifiquen.
Así que no pretendo hacer una apología de mi empleador cuando digo que las invectivas dirigidas contra Harvard están fuera de quicio. Según sus críticos, Harvard es una “vergüenza nacional”, una “madrasa progresista”, un “campo de adoctrinamiento maoísta”, la “nave de los locos”, un “bastión de odio y acoso antijudío desenfrenado”, un “pozo séptico de agitación extremista” y un “puesto de avanzada islamista” donde la “opinión dominante en el campus” es “destruyendo a los judíos se habrán destruido las raíces de la civilización occidental”.
Y eso sin mencionar la opinión del presidente Donald Trump de que Harvard es “una institución antisemita de extrema izquierda”, un “caos progresista” y una “amenaza para la democracia”, que “tiene contratados a casi todos progresistas, zurdos radicalizados, idiotas y ‘cerebros’ que a los estudiantes y a los supuestos futuros líderes solo son capaces de enseñar el FRACASO.”
No son palabras al azar. Además de su brutal y generalizado recorte del financiamiento a la investigación, el gobierno de Trump ha apuntado directamente contra Harvard, la única institución que no recibirá ninguna subvención federal. Insatisfecho con estas sanciones, el gobierno acaba de tomar medidas para impedir que Harvard admita a estudiantes extranjeros y ha amenazado con multiplicar hasta 15 veces el impuesto que paga el fondo de financiamiento propio de la universidad, además de eliminar su estatus de organización sin fines de lucro libre de impuestos.
Llamémoslo el “Síndrome de Enajenación Harvard”. Como la universidad más antigua, rica y famosa del país, Harvard siempre ha concitado una atención desmesurada. En el imaginario público, la universidad es tanto el epítome de la educación superior como un imán natural de todas las quejas contra las élites.
Los psicólogos identifican un síntoma llamado “escisión”, una forma de pensamiento en blanco y negro donde el paciente solo puede concebir a las personas que están en su vida como ángeles maravillosos o demonios execrables. Generalmente eso se trata con terapia dialéctica conductual, que incluye consejos como: “La mayoría de las personas son una mezcla de virtudes y defectos, y considerarlos completamente malos o buenos puede ser perjudicial a largo plazo. Cuando alguien nos decepciona nos sentimos mal. ¿Cómo hacemos para permitirnos sentirnos mal sin que eso defina por completo nuestra visión sobre esa persona?”
Para tratar con sus instituciones educativas y culturales, Estados Unidos necesita desesperadamente ese sentido de proporcionalidad.
Los problemas de Harvard
Harvard, como soy uno de los primeros en señalar, tiene problemas graves. La sensación de que algo no va bien en la universidad es generalizada, y por eso el ataque frontal Trump en algunos ha generado adhesión e incluso alegría malsana. Pero Harvard es un sistema complejo que se desarrolló a lo largo de siglos y que constantemente tiene que lidiar con contradicciones y desafíos inesperados. El tratamiento adecuado —como con otras instituciones imperfectas— es diagnosticar qué partes del sistema necesitan qué tipo de remedio, no cortarle la carótida y ver cómo se desangra.
¿Por qué se convirtió Harvard en un blanco tan fácil y tentador? Parte de la ira que concita es inevitable, consecuencia de su propia naturaleza.
Harvard es enorme: tiene 25.000 estudiantes, atendidos por 2400 profesores repartidos en 13 facultades (incluyendo administración de empresas y odontología). Inevitablemente, esas multitudes incluyen algunos excéntricos y alborotadores, y hoy en día sus travesuras pueden viralizarse. Las personas somos vulnerables al sesgo de disponibilidad: una anécdota memorable se aloja en nuestro cerebro y se infla la estimación subjetiva de su prevalencia o repetición. Así, un izquierdista que habla de más termina siendo un campo de adoctrinamiento maoísta.
Además, las universidades están comprometidas con la libertad de expresión, incluidas las expresiones que no nos gustan. Una corporación puede despedir a un empleado que se expresa abiertamente; una universidad no puede, o no debería.
Harvard tampoco es una orden monástica de clausura, sino parte de una red global. La mayoría de nuestros profesores y estudiantes de posgrado se formaron en otros lugares y asisten a las mismas conferencias y leen las mismas publicaciones que el resto del mundo académico. A pesar de la presunción de Harvard de ser especial, casi todo lo que sucede aquí puede encontrarse en muchas otras universidades que tengan un fuerte enfoque en la investigación.
Finalmente, nuestros estudiantes no son pizarras en blanco sobre las que podamos escribir a voluntad. Los jóvenes se forman gracias a sus compañeros mucho más de lo que la mayoría cree. Los estudiantes se forman gracias a la cultura de pares en sus escuelas secundarias, en Harvard y, especialmente a través de las redes sociales, en el mundo. En muchos casos, las ideas políticas de los estudiantes no son más atribuibles a la enseñanza de los profesores que su pelo verde y sus piercings en el tabique nasal.
Sin embargo, parte de la enemistad contra Harvard es merecida. Mis colegas y yo llevamos años preocupados por la erosión de la libertad académica en la universidad, ejemplificada en algunas ignominiosas persecuciones.
En 2021, la bióloga Carole Hooven fue demonizada y aislada, lo que la terminó expulsando de Harvard, por explicar en una entrevista cómo la biología define a los hombres y a las mujeres. Su cancelación fue la gota que rebalsó el vaso y nos llevó a crear el consejo de libertad académica, pero Hooven no fue la primera ni la última. También fueron perseguidos el epidemiólogo Tyler VanderWeele, el bioingeniero Kit Parker y el jurista Ronald Sullivan. La Fundación para los Derechos Individuales y la Expresión contabiliza estos incidentes, y en los últimos dos años Harvard ha ocupado el último lugar en libertad de expresión entre unas 250 universidades relevadas.
Esas cancelaciones no son solo injusticias contra individuos particulares. La investigación académica honesta es difícil si los investigadores están en vilo por miedo a que un comentario profesional los exponga a la difamación, o una opinión conservadora sea considerada un delito.
¿Pero una madrasa progresista? Esa es una división en blanco y negro que requiere terapia conductual. La simple enumeración de las cancelaciones, especialmente en una institución grande y conspicua como Harvard, puede eclipsar la cantidad mucho mayor de veces que se expresan opiniones heterodoxas sin que nadie se queje. Por muy preocupado que esté por los ataques a la libertad académica en Harvard, quedar en último lugar no pasa la prueba del olfato.