En una tarde de espléndidos 20 grados, River estrenó su opulencia edilicia, su casa reformada, para alojar el superclásico con mayor cantidad de asistentes en la historia argentina y uno de los más nutridos del mundo: 85.018 espectadores, lleno total. Aunque el número, con el “18” al final y su guiño a la final de la Libertadores en Madrid 2018, permite desconfiar de la certeza de la cifra, la cantidad exacta de espectadores ronda ese número.
Pero, además de mucha gente y un triunfo de 2 a 1 para el local, en Núñez el fútbol mostró las dos caras que desde hace ya un par de años lo definen. Sigue siendo el más popular de los deportes, con colectivos escolares en dudosa condición que transportaron miles de hinchas desde todos los rincones del conurbano. Pero también es el espectáculo que atrajo a un centenar de hinchas que pagaron alrededor de 800 dólares por una entrada en el Hospitality de la San Martín, una experiencia que incluye estacionamiento, catering gourmet y, también, casi como complemento, un partido de fútbol de alto vuelo.
“Generar el efecto caldero, que la cancha se sienta como un infierno”, ese fue el objetivo con que hace cinco años, en plena pandemia, River comenzó la reforma más ambiciosa de su historia. Y vaya si lo logró.
A las 15.27, cuando los 11 dirigidos por Marcelo Gallardo pisaron el césped inmaculado del Monumental, el estadio explotó en un grito atronador. A las 15.28, el grito fue “¡Muñeco, Muñeco!”. Y a las 15.29 sonó el hit: “El que no salta, murió en Madrid”.
Luego siguieron los dos alaridos de los goles locales -la parábola imposible con que Franco Mastantuono inauguró el marcador con un exquisito tiro libre y el remate de Sebastián Driussi, que él mismo convirtió en la ventaja definitiva luego del rebote que dio Marchesin tras un cabezazo del delantero- y, dos horas después, a las 17.30, cuando el último sol calentaba la tribuna San Martín, el estadio tronó por última vez con el silbato que marcó el final.
La explosión de fervor tiene razones del corazón, pero también materiales y arquitectónicas. El nuevo estadio se reformó buscando eso, que transmita pasión, que vibre, incluso que lata, si se permite una expresión tomada del argot boquense, sus primos cercanos, sus íntimos enemigos.
Más pequeña, compacta, la Bombonera siempre ocupó, y acaso siga ocupando, el primer puesto en el ránking de fervor transmitido desde los espectadores a la cancha. El vértigo de sus tribunas, explotadas de hinchas y que caen en picada sobre el campo de juego, siempre fue un contraste con el antiguo estadio de River, más monumental, pero con tribunas alejadas del césped por una -hace décadas inútil- pista de atletismo y muchas veces surcadas por el viento frío que sopla desde el cercano Río de la Plata.
Suplir esa carencia, calentar las tribunas: con ese objetivo en mente Roberto D’Onofrio, el expresidente de River, recorrió estadios del mundo. Buscaba inspiración para la reforma que tenía en mente. El problema, claro, es que la obra no partía de cero. En algún momento se pensó en construir un nuevo estadio en terrenos lindantes a la costa, pero esa opción se terminó descartando.